
Aún recuerdo aquellos árboles del lindero del campo, aquella fila esbelta que limitaba dos sembrados diferentes, dos alturas, dos mundos. El trigo arriba, los tomates abajo.
En realidad, todo el alrededor del campo estaba vigilado por aquellos guardianes incansables, cuatro estaciones,365 días al año, con su vestido verde de verano y su vestido gris de otoño.
Recuerdo el Manzano de agridulces frutos, el ciruelo de San Antonio, las Pavías, la Higuera, los Albaricoqueros, cada uno eligiendo su momento para ofrecer lo mejor de sí.
Sus frutos, al menos eso pensaban ellos, eran lo mejor, pero en realidad debajo de su sombra (el mejor regalo en verano) escondían aventuras de hormigas indómitas, túneles de topos que como la galería del conejo de Alicia en el país de las maravillas llevaban a un mundo imaginado.
Escalar al Manzano, degustar sus frutos, era un placer incomparable. Mi niñez hubiera sido distinta sin aquellos árboles, lo puedo asegurar.
Dicen que nadie muere definitivamente mientras alguien les recuerde, eso debe valer también para aquellos “gigantes” que aún viven en mi memoria y a los que luego han seguido tantos otros: Perales, Melocotoneros, Ciruelos…
La vieja higuera, bajo la que soñé tantas siestas, aún está en su sitio desafiando el paso del tiempo.
Hoy pienso que entre los derechos de los niños debería figurar el de abrazar alguna vez un árbol, sentarse bajo su sombra en verano y beber un trago de agua fresca del barril.
En el mundo ajetreado que vivimos todo tiene otro sentido, otro ritmo otra calidez, si pones un árbol en tu vida.
Si vives en el campo estoy seguro que entiendes lo que digo. Si vives en la ciudad, queremos ser tu nexo de unión con el mundo rural.
En este post te dejamos una experiencia para los pequeños de la casa.
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